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Dúos que forman coros (Gustavo Almarcha).

E.M. Ciorán decía que el aislamiento, el dolor y la división son los medios para encontrar un sitio.
De alguna manera ese sitio lo encontramos tras el recorrido vital que nos conduce a un aislamiento radical, allí donde uno se halla frente a lo que es. Es el momento en el que no hay posibilidad para la farsa.
Gustavo A. Almarcha habita la pintura desde hace mucho. La pintura es frecuentemente un lugar de soledad, que a veces puede llegar a ser de intensa angustia, y este “habitat” plantea complejas estrategias de adaptación al medio. “Sitio, lugar, habitat, adaptación…”, este documento sólo pretende ofrecer algunos apuntes sobre algunos momentos de Almarcha en su territorio natural, el del trabajo con la pintura.

Uno.
Dice Kewin Power en el catálogo de la exposición “1981-1986, pintores y escultores españoles”, organizada por la Fundación Caja de pensiones de La Caixa:

“ La cultura ahora busca recuperar sus raíces escondidas en la memoria y en la historia. La tradición se convierte en una fuente de nuevos puntos de partida: la experimentación vanguardista a principios de siglo, el romanticismo del siglo XIX, el barroco, el primitivismo. Los artistas hoy en día juegan el papel del héroe que sabe promocionarse pero por otro lado proclama la necesidad de sensaciones visuales y táctiles que nos permita establecer nuestra relación con el mundo más visceralmente y lo están consiguiendo con un gran abanico estratégico”.

Efectivamente el convulso panorama de los ochenta que vemos ahora en la distancia como un verdadero tumultuario, dejó al menos constancia de una actividad intensa y profusa en la que Almarcha dice reconocerse sensitiva y generacionalmente. Es una época en la que su obra alcanza una importante visibilidad a nivel nacional que le mantiene en una situación de enérgica creación, de agitación y expresión desbocada. Quizá sea su serie “Intercolumnio” , que pudo verse en la Sala San Prudencio en Mayo-Junio del 86, una de las más representativas de ese momento de frenética voluntad creativa.
(imagen de Intercolumnio)
Pero los temas han sido muchos, como las etapas en las que han surgido su cuadros. Si “Intercolumnio” suponía cierta revisión de la historia y la tradición y una ineludible cita a la memoria (“la calavera y la ola”), también lo doméstico y lo cotidiano (como no puede ser de otro modo en la formulación expresionista que siempre ha utilizado) se convierten en recurso habitual, son imágenes de su vida hechas pintura.

Hay vueltas y revueltas, subidas y bajadas, caminos que van y han vuelto en la trayectoria de Almarcha. En una constante autorevisión, en una relectura desprovista de toda gravedad, el autor no reniega de nada de lo que ha hecho, aunque los saltos sean bruscos, aunque las etapas sean episodios de muy distintas historias, porque todas las historias son suyas, de todos los procesos ha habido un aprendizaje y de todos y cada uno de los momentos se han extraído conclusiones que definen el propio lugar, ese espacio de creación en el que poder crecer.
(imagen)

Previo al 2.
Existe en este panorama un lugar apartado en el que este autor gusta de enfrentarse a lo infame. Seducido por F. Bacon, y esa capacidad para retratar lo infrahumano , Almarcha se planta delante de los rostros (anónimos?) y los exagera, los mutila, otorga pesadez a los rasgos, desfigura los rostros. Como en una negación del retrato y en vez de espiritualizar la figura, busca corromperla, marchitarla, hacerla repugnante.
En esta serie (más privada, como si fuera una subserie) los cuadros son pequeños, son también dibujos y bocetos, apuntes en muchos casos, pero tremendamente “generativos” para posteriores trabajos.
(imagen de cuadros pequeños)
Rostros y caras blandas que pueden estirarse hasta rodear la propia cabeza, el dedo en el ojo propio y también en el ajeno, la soledad de una nariz en un espacio vacío, metafísico, automutilaciones y autoagresiones en una sinfonía de absurdos ejercicios de dolor.
Desvalorizar la figura, envilecerla y deshacerla ante los ojos del espectador se convierten en pequeños placeres, en divertimentos de un laboratorio brutal y hermético al que no tenemos acceso.
“Los horrores de que el universo rebosa forman parte integrante de su sustancia; sin ellos, cesaría físicamente de existir. Sacar las últimas consecuencias de este no es cometer un “hermoso” suicidio. Sólo merece el epíteto el que surge de nada, sin motivo aparente, “sin razón”: el suicidio puro. Es él –desafío a todas las mayúsculas- el que humilla, el que aplasta a Dios, a la Providencia y hasta al Destino.”
(E.M. Cioran; “Adiós a la filosofía” Alianza Editorial, Madrid , 1980)


Dos
Y sin embargo el cuerpo central de su última obra, guarda la expresión extrema, pero no mantiene el dolor explícito. Los rostros y las caras, los retratos anónimos se convierten en el lugar de trabajo, de enfrentamiento.
Propone para su intensa pintura de expresión, la propia expresión de esa intensidad. Almarcha busca el retrato de esa intensidad, a veces dramática, en ocasiones excesiva.

El retrato anónimo, el retrato como punto de partida y como disculpa para un trabajo colorista, de aspecto fotográfico unas veces; el retrato analítico y de referencias postcubistas en otra serie de cuadros (las cabezas grises). (imagen)

El gesto de los grandes rostros es extremo. El gesto pictórico y el gesto en la expresión participan de una misma intensidad, no hay sitio en el cuadro para el adorno, no hay concesiones en la representación. Gesto en el color y gesto en la imagen para una decidida puesta en marcha de un impacto casi desmedido, el de la conexión directa con las sensaciones. Los gestos, como expresión visual de un momento de alta intensidad son asimismo reflejo de alta intensidad expresiva, de impulso decidido en el trazo y de captación del momento mismo de la pintura como acción.

En las caras de hombres que gritan o abren sus ojos, el autor retrata un instante de esa expresión de alto voltaje a través de grandes trazos de color, textura organizada en el intento de captación de una gran descarga y de un incontenible impulso gestual.

Son cuadros dúos. No son dípticos porque no tienen esa intencionalidad complementaria, son dúos porque son dos voces casi al unísono.
Son cuadros que se acompañan, forman un dúo de mutuo acuerdo, pero no tienen una dependencia esclava, surgen juntos, viajan juntos y sin embargo no forman un único cuadro, son dos voces que quieren hacernos rebotar la mirada de uno a otro, para luego, en una segunda lectura, entenderlos mejor.
El dúo permite descubrir las calidades de cada timbre, mantiene la personalidad de cada una de las voces aún sonando en la misma dirección. El dúo ilumina cada una de las voces.
Así, estos dúos son en una primera aproximación como un atinado ejercicio de diferencia para luego buscar sus afinidades y volver a las diferencias. La mirada queda atrapada en estas dos voces de ida y vuelta, y mientras , hemos viajado de la imagen a la pintura, del primer impacto visual a la percepción de las calidades de la pintura (trazo cargado y descarga de color desbocado).
Los cuadros dúos de G.A. se presentan sin miedo a quedar anulados por el riesgo del simple juego perceptivo de la diferencia, porque las dos voces se encargan de sonar juntas, de afinar cuando la mirada ha llegado al momento del entendimiento.
Tienen el valor de presentarse en dúo porque mantienen su confianza en la sonoridad y en la proyección de su voz, en la emisión de su grito directo y sostenido.
Oímos primero un solo grito (una sola expresión o gesto), para entender a continuación que las dos voces tienen su propia presencia, que los gestos suenan por canales diferentes.
Hay una enriquecedora resonancia que conmueve al ser detectada.
Cuando oímos el grito y vemos el gesto o la expresión es de un hombre al que podríamos conocer, como sucede con estos dúos, quedamos atrapados en esta estrategia de doble presencia, un extrañamiento que cuestiona todo este exceso, todo este concierto de aspavientos para llevarnos a la pintura por un camino que es en el fondo, el verdadero descubrimiento del autor en esta serie .
Hay de alguna manera una interrogación sobre el sentido de “representación” en esta pintura, y por extensión en “la pintura”, como no podía ser de otro modo en un pintor de su tiempo.
Son rostros de un realismo que no llega a serlo por efecto de un trato muy medido con la realidad y/o ficción de estos gestos re-presentados. Un realismo que deja de serlo en el momento de aparecer el efecto dúo, que lo separa de la realidad por medio de este doble extrañamiento. Hay “en realidad” un juego preciso de contención del efecto realista y de extensión del valor expresivo. Un juego bien entendido y que genera una gran tensión.
Y es esta tensión la que hace de esta serie un reto y un hallazgo. Existe en este trabajo toda una nueva vía de exploración, que Almarcha ha detectado de manera muy clara
(y doblemente…).

Pero hay otros rostros.
En la serie de cabezas grises, los rostros tienen otro valor, otro sentido.
A veces son fantasmagorías, a veces un halo otorga a estas cabezas un presencia extraña…
Son retratos serenos de una profunda soledad, aunque se presenten en grupo, aunque uno de ellos grite en presencia de los demás.
En estos retratos del ánimo, los rostros sienten en silencio, en un aislamiento asumido sin dolor. Aún presentándose como un coro, sienten solos, son seres solos y no saben de la existencia “del otro”. Por eso, llegan de un modo tan sencillo al ánimo del que los contempla, porque los entendemos, sabemos cómo pueden sentirse….

En estos cuadros el trabajo se torna más reflexivo, propiciando la “construcción” de la figura a través de un manera propia de entender el “collage”, con la incrustación de distintas texturas sólidas, recurriendo a recortes que otorgan un acabado matérico y de tonos más grises: “grupos de cabezas, coros, cabeza gris”…

La puesta en relación de estos extremos, como son los cuadros de intencionalidad matérica junto a los más “excesivos” en tema y color, sirve para mostrar diferentes actitudes expresionistas; en unas ocasiones más gestual y fogosa, en otras más contenida, más medida. Unos son rostros que casi se salen del cuadro, otros son retratos en los que se adivina un rostro plano, inmóvil y adecuado sistemáticamente al formato.
En los cuadros grandes, los que son invadidos por rostros vivos , el color y el trazo cargado de textura-pasta es protagonista, mientras que en los cuadros grises, el trabajo se adivina más continuado, quizá más reflexivo, retomado una y otra vez, hasta dar con la cuña adecuada para cerrarlo.
La secuenciación y la repetición produce, igualmente un efecto dispar, ya en los dúos coloridos, ya en la seriación de los cuadros grises. En los primeros , se multiplica el efecto de cartel, como si uno siguiera a otro en un instante imperceptible; en los segundos, se ofrecen soluciones distintas, estudios diferentes en distintos tratamientos de la textura y el acabado.

Tres
Así, los cuadros de G.A. trazan su propia ruta, desde un expresionismo agresivo pasando por una pintura de intencionalidad terapéutica o simplemente lúdica hasta ciertas soluciones románticas, en las que poder mostrar abiertamente las habilidades en el dibujo, en la técnica y en el acabado. Los recursos están también de su parte y nunca ha renunciado a nada que tenga que ver con la pintura. Las posibilidades de la pintura son parte de ese efecto emancipador que le hacer ser.


Más allá de tres
En los últimos “cuadros dúos” de Almarcha, el autor se muestra asimismo con un martillo incrustado en el cráneo. Rostro impávido y mirada perdida en el espacio destinado al espectador. Es un rostro sereno, reflexivo hasta la doble conciencia, la del dúo que forma con su gemelo, un hermano con el que sólo comparte el instante que va de una pincelada a su réplica exacta. No podemos decir que es un autorretrato doblado, sino que ha negado doblemente su retrato.
Almarcha en realidad hace sólo un cuadro, el dúo lo construye un trazo automático que no atiende al lugar exacto y que no quiere ser copia. El dúo se hace sólo, en una paradoja tan viva como la de verse dos veces en una situación tan incómoda como la descrita.
Del exceso de otras actitudes, se llega ahora al impenetrable rostro del sujeto doliente, una extensión más de este trabajo, que ahora convierte en sorprendente lo que antes parecía apoyarse de modo especial en la sorpresa del gesto.
Ahora todo es de una serenidad que está a punto de estallar, ahora la tensión se duplica en esta contención del gesto que aguanta el dolor, que aguanta la mirada, que aguanta todo sentimiento para exigir precisamente su presencia inmediata.
El propio autor se somete a su propia teoría, se pone en el lugar del personaje anónimo para saber más de sí, para cerrar el círculo: ahora él infringe el dolor, él lo sufre, él lo pinta y verifica de este modo su tesis sobre el dúo, invitándose a aparecer por dos veces.
En este punto, verificada su aventura, la pintura alcanza un aspecto mucho más matizado, que tensiona hasta el extremo los resultados. De los primeros brochazos cargados de pasta y color que destacaban en otros cuadros de caras, hemos pasado a un modelado más amable que choca radicalmente con lo que cuenta. Y de este modo, Gustavo A. Almarcha nos mira sin mirarnos y nos pregunta sobre si creemos lo que vemos o si nos vemos en su misma situación.


Este artista quiere también asfixiarse con plástico (doblemente) e inferirse otro tipo de lesiones que está ya maquinando, mientras acaba placenteramente las enormes caras de estupor que llenan ya su estudio (todas por duplicado) y que le contemplan en un coro de ojos que gritan.
Ahora todos los dúos sonarán a la vez en una gran coral que pronto serán dos.

Arturo, F. Rodríguez

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